El pasado 31 de diciembre fue la prueba más clara de cómo nuestras vidas son fácilmente manipulables y fue de una manera tan simple e inofensiva, que pocos parecen haberse percatado de ello. A riesgo de parecer retorcido o rebuscado (confieso que un poco lo soy) me propuse no pasar por alto este hecho y escribir al respecto.
El 31 por la tarde mi hermana me propuso brindar a la 1 en vez de a las doce, dado que desde ese mismo día todos los relojes corrían con una hora de más. En un primer momento no le di mucha importancia, más que nada porque de algún modo pensé que lo del año nuevo es un mito, que no pasa nada interesante y que nosotros festejamos acaloradamente y chocamos nuestras copas mientras en otras partes del mundo lo hicieron 12 horas antes, y nada cambia. Mas luego vi algo de lucidez en su planteo y crei justo que nosotros tambien tengamos nuestro brindis de acuerdo al conteo horario con el que habían transcurrido los 364 días anteriores. A fin de cuentas, brindar a las 12 sólo permitiría que se perdiera, de algún modo, una hora de nuestro año. Casi como si 60 minutos de nuestra existencia fueran tragrados por un agujero negro frente a nuestras propias narices. Lo propusimos antes de cenar, y la idea fue tomada como si viniera de dos niños aburridos en una tarde lluviosa de vacaciones. Incluso un pariente nos dijo, con algo de rudeza, que la hora vieja ya fue, que era historia, que ahora debemos respetar la corriente. Y tenía razón. Nosotros sólo queríamos brindar de acuerdo a cómo serían las cosas en un estado lo más primitivo posible (si es que la palabra primitivo puede usarse en este contexto, siendo el calendario un invento del hombre y habiendo a la vez tantos calendarios dinstinos).
Finalmente lo terminamos haciendo, pero debido más a que cenamos tarde que a nuestra propuesta. Sin embargo, me quedé con dos imágenes; por un lado, la del pariente este defendiendo su postura con tanto autoritarismo, y por otro, el sonido y espectáculo de fuegos artificiales explotando con puntualidad religiosa a las 12. En el fondo conservé alguna esperanza de que alguien tirase a la 1 una cañita voladora, un petardo, algo. Pero nada. La llegada del año nuevo fue, posiblemente, la más silenciosa y menos brindada de los últimos tiempos y de los años venideros. Y sin embargo, la mayoría de nosotros compró lo que nos vendieron, y dejó que nuestros saludos, buenos deseos, abrazos y chinchines coincidieran en el momento más caprichoso del año.
Este episodio fue algo casi sin importancia, no cambió seriamente ni la vida ni la felicidad de nadie (más allá de que está comprobado que el horario de verano vuelve loco a nuestro reloj biológico). Pero me parecio llamativo cómo aceptamos sin chistar la disposición. Si hubiera sido una medida que nos restara 5 centavos mensuales de nuestra billetera, o que nos obligara a dormir una hora menos por noche, seguramente los noticieros más amarillistas mostrarían hordas de señoras enojadas gritando y escupiendo palabras a la cámara, acusando a los gobernantes de tiranos y arengando a las señoras de alrededor que sostienen parcantas y agitan sus aplauzos. Pero si lo pensamos un segundo y si se quiere ser amarillista e injusto e hiperbólico, también fue una medida tirana que nos demuestra lo débiles e insignificantes que parecemos ser frente al poder avasallante del aparato gubernamental.